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El capital

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“(…) Tu banco obtiene beneficios y tu despides a gente”. Así termina el monólogo de uno de los personajes del filme de Costa-Gavras, el obrero castigado, viejo y cansado que además es tío del protagonista de esta fábula sobre los gansters del siglo XXI, los banqueros. Cuando este personaje termina de recitar, o más bien escupir, las salvajadas que lleva a cabo su sobrino en el panteón presidencial de uno de los bancos más poderosos de Europa el espectador aplaudirá.

Pero celebrar la cara más obvia y manipuladora de El capital es un completo error. A todos nos gusta que nos acaricien las orejas con frases incendiarias contra el orden, las injusticias, el capitalismo… Con ese discurso es fácil contentar. Pero lo verdaderamente talentoso del filme es conseguir que un hijo de puta como el que interpreta Gad Elmaleh -actor con gracia e infravalorado que ejercita la mímica como nadie- consiga el respeto y la admiración del público. Aunque por otro lado eso ya está inventado desde hace tiempo, lo inventó Michael Corleone y lo llevó a la perfección Tony Soprano.

El villano seduce y triunfa en una película que pretende ser más compleja de lo que realmente es. Los giros de guión están meticulosamente medidos y por tanto huelen a evidentes. Y a parte de los grandes secundarios que participan en esta última producción de Costa-Gavras, un desquiciado Gabriel Byrne y una dulce e ignorante Céline Sallete, lo que mejor y con más crudeza cuenta el director francés es como el poderoso señala lo que quiere y lo obtiene. Liya Kebede es el caramelo que quiere coger el personaje de Elmaleh, una modelo de belleza infinita, una diosa caprichosa difícil de atrapar. Ese polvo ridículo y mal echado en la parte de atrás de una limusina es el motor que mueve el mundo.

Por lo demás El capital resulta tan evidente como su mensaje. Cuando uno tiene reciente su visionado todavía perduran las ganas de aplaudir a una obra lúcida y graciosa sobre los señores malos de la crisis, sin embargo cuando pasa el tiempo el mensaje se diluye porque la realidad es tan sumamente oscura que el trabajo de Costa-Gavras se queda en un chiste muy largo y no tan gracioso como parecía cuando estábamos sentados en la sala.

Calificación: 6,5


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